Los buses pasan por la carretera federal y sus pasajeros de seguro sienten las vibraciones que emanamos desde la planta baja del edificio y se cuelan lentamente por la tierra al ritmo de la percusión.
Situación: Exposición de tatuajes en el Pueblo Ciudad
Un joven pintado como un sadu y con nada más que un paño enroscado en su cintura, lleva a cabo asanas preparando alma, mente y cuerpo para hacernos partícipes a todos de su ritual. Una chica con un aro de fuego baila detrás de los tres músicos que nos llevan a viajar con el hermano que se está por suspender.
Tatuadores, perforadores, niños, chicas, curiosos, gente que fue llamada a participar del ritual. La diversidad de los elementos culturales me agrada. A pesar de las diferentes estéticas, creencias, experiencias, todos somos iguales y todos mezclados hacemos esto posible. Entre los músicos y el joven se extiende un paño negro evitando que la caja con los ganchos y las cánulas toque el suelo.
Los asistentes, mutantes de dibujos en sus pieles y metales en sus cuerpos, comienzan a limpiarle la espalda. El público se va moviendo en el espacio al ritmo de la gente que está en el escenario. Una vez concluida la limpieza, toman una porción de la carne y comienzan a estirarla despegando la piel del músculo. Lo perforan. Lo atraviesan colocando los ganchos que lo harán volar en éxtasis. El está tranquilo, respira, se lo nota seguro. Se repite la acción con sus muslos: un gancho en cada uno.
El joven adopta la postura de la Flor de Loto: Se sienta con su espalda erguida, las manos sobre sus rodillas, con sus dedos pulgar e índice unidos, mientras los mutantes de la performance van atando los ganchos a unas sogas. Controlan que todo este en su lugar, debidamente amarrado, y comienzan a subirlo lentamente. Nuestro amigo no para de respirar, sus pulmones se expanden como su piel tirante. Siento como esta se despega de la carne, elevándolo, levitándolo.
Cambio de perspectiva para ver su cara. El silencio invade la sala. Luces rojas, verdes y azules proyectan sobre la pared a la chica bailando con el fuego y la transforman en danzantes sombras violetas. El joven sonríe. Nos regala una sonrisa única y sincera, una sonrisa de paz y serenidad. Con un hilo de voz, las palabras salen hasta convertirse en un hecho: "un aplauso para el muchacho!". Aplaudimos rompiendo, tímidos, el silencio. Ya no recuerdo si la música continuaba o no.
El mutante mayor se ve agradecido, decide pasar a la segunda postura. Toma una pequeña navaja y comienza a cortar la soga que mantiene las piernas en alto. Los espectadores se mueven, cambian de lugar, van armando pequeños círculos de cabezas amontonadas y vuelven a desarmarlos formando otros. El perfecto triángulo que traza el cuerpo suspendido en el aire se rompe, el joven lanza un pequeño grito mientras su pierna cae abruptamente. Vuelve a respirar. Todos respiramos. Se lo nota en otro plano. Respira y vuelve a la calma. La soga que sostiene el otro muslo también es cortada. Hábilmente cruza ambas piernas. Su piel se estira aun más ahora que todo el peso de su cuerpo está depositado en los dos ganchos de su espalda. La gente vuelve a aplaudir.
Pasan unos minutos y lo bajan, le quitan los ganchos y todos nos retiramos, ya no tan en silencio pero de seguro vibrados, cada quién a su paso, de aquella habitación que transformamos.
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